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ElSalvador–El 10 de octubre de 1986, a las 11:49 de la mañana, la tierra tembló con fuerza bajo San Salvador. En pocos segundos, el país quedó sumido en el caos. El sismo tuvo una magnitud de 7.5 en la escala de Richter, pero su carácter superficial y su cercanía al corazón urbano lo convirtieron en uno de los más devastadores de la historia reciente de El Salvador.
Han pasado 39 años desde aquella mañana que cambió la fisonomía de la capital y marcó una generación entera. Más de 1,500 personas murieron, más de 10,000 resultaron heridas y cerca de 200,000 quedaron sin hogar. El terremoto de 1986 no solo destruyó edificios: reveló la fragilidad de las estructuras, del sistema y de una ciudad que no estaba preparada para resistir.
Entre las estructuras que se desplomaron estaban el edificio Rubén Darío y el hotel Gran San Salvador, dos referentes del paisaje urbano que desaparecieron ante la mirada atónita de los capitalinos. Decenas de personas quedaron atrapadas entre los restos de concreto y hierro, mientras cientos de voluntarios improvisaban tareas de rescate en medio del caos.

El epicentro del sismo se localizó muy cerca de la capital, lo que multiplicó los efectos, en menos de un minuto, el centro histórico se vino abajo. Los primeros en reaccionar fueron los propios ciudadanos, que con las manos removían los escombros en busca de sobrevivientes.
Entre las escenas más dolorosas quedó grabada la tragedia del edificio Rubén Darío, un símbolo del desastre. Ya había sufrido daños en el terremoto de 1965 y nunca fue reforzado. Cuando el suelo volvió a moverse, colapsó con decenas de personas atrapadas dentro.
También se derrumbó la escuela Santa Catalina, en el barrio San Jacinto. El edificio cedió durante las clases y dejó un saldo de 42 estudiantes fallecidos, 41 de ellas niñas. Fue una de las imágenes más tristes de aquella jornada.
San Salvador amaneció convertida en un campo de ruinas, calles bloqueadas, hospitales colapsados, mercados reducidos a polvo y templos destruidos marcaron el paisaje de los días posteriores. Más del 90 % de las instalaciones médicas del país resultaron afectadas, lo que dificultó la atención a los miles de heridos.
Las réplicas continuaron durante las siguientes semanas, generando miedo y desesperación. Muchas familias durmieron en parques, aceras y plazas, sin atreverse a regresar a sus hogares. La comunicación con el interior del país fue intermitente, mientras los equipos de rescate improvisaban centros de atención en medio de la destrucción.
En cuestión de horas, la vida cotidiana se detuvo. San Salvador quedó dividida entre lo que resistió y lo que desapareció.
La reconstrucción y sus lecciones
El terremoto de 1986 obligó a replantear el desarrollo urbano del país. Se descubrió que muchas construcciones habían sido levantadas con materiales deficientes o sin normas sismorresistentes. Algunas remodelaciones comerciales incluso habían eliminado columnas de soporte para ampliar locales, debilitando aún más las estructuras.
El desastre impulsó una transformación urbana sin precedentes. Las zonas del centro, históricamente el núcleo comercial, quedaron marcadas por la destrucción, mientras sectores como Escalón y San Benito comenzaron a concentrar la nueva actividad económica. También se crearon comisiones de reconstrucción y se reforzaron los reglamentos de construcción, aunque su aplicación fue desigual con el paso del tiempo.
Más allá de los edificios, el país comprendió que la prevención y la planificación eran tan esenciales como la reconstrucción.
Cada aniversario del 10 de octubre revive el recuerdo de aquel día. Muchos sobrevivientes conservan las imágenes del polvo cubriendo la ciudad, los gritos, la incertidumbre y la solidaridad improvisada entre desconocidos.
A 39 años de distancia, el terremoto de 1986 sigue siendo una herida abierta en la memoria nacional. No solo por la magnitud de la pérdida, sino por la lección que dejó: que la tierra puede volver a temblar, pero la memoria debe mantenerse firme.