Jue. Oct 2nd, 2025

Por Rodrigo Cabrera

La vida se resume en un tránsito: crecer, establecerse y morir, siguiendo una serie de logros y objetivos que la cultura te impone. En El Salvador la búsqueda constante por asegurar los medios de vida mínima se convierte en un imperativo y una competencia constante donde la mayoría en las veces se aceptan niveles de explotación y de vida mínima. Cuando la preocupación principal es conseguir el dinero para pagar los recibos o comprar alimentos, la lucha política pierde importancia y los derechos se vuelven difusos.

La pregunta que se hacen las clases políticas no es solo cómo facilitar ese tránsito individual. Es más profundo: ¿Cuántas libertades, garantías y calidad de vida necesitamos? ¿Qué mecanismos deben utilizar para que el ciudadano sea más proclive a ceder sus libertades y garantías?

De inmediato, se nos viene a la cabeza la palabra miedo. O quizás: ¿cómo adormecer las capacidades críticas del ciudadano para que deje de preocuparse por cosas que no le compiten? ¿A través de los espectáculos? Y, al final, la meta real: ¿cómo construir una ideología? Esa fe ciega basada en la esperanza de un mejor mañana, creadora de identidad y pertenencia; verdades fundamentales que nos dan certeza y dirección.

Crear identificación con ideas ideologizadas es muy útil para las clases políticas, pues permite que el ciudadano juzgue su entorno sin problematizar, sin hacer un análisis profundo de la realidad. Una simplificación de buenos y malos, de opuestos, de verdades simples y viscerales, que otorga categorías fijas para establecer juicios y se convierte en un nuevo mecanismo de control social, tan incuestionable como la religión. Verdades reveladas por la televisión, las redes y un discurso constante que potencia esa visión se repite hasta la saciedad por todo el aparato del estado y sus agentes, controlar la relación es tan importante como establecer verdaderas políticas públicas. La realidad se construye y los medios son los constructores, en este mundo donde la cultura ha perdido su sentido y ha quedado como un barniz de patriotismo sin compresión. La banalización de la realidad se agrava con cada batalla de influencer o cada acción mediática pensada para mantener al pueblo entretenido. La espectacularización de la política permea y construye realidades. Esas realidades importantes de las que hablan nuestros medios al final de una ardua jornada cotidiana, donde la economía diaria es una preocupación constante y la vida urbana se vuelve hostil y peligrosa.

A pesar de que queden voces que intentan contar otra visión la verdad se construye con relaciones y marketing político. La ignorancia es atrevida y los salvadoreños somos ignorantes.

La ignorancia es un arma poderosa; el miedo y el espectáculo una palanca para mover los ejes de la opinión pública; y los medios, el molino que nos está moliendo. La vida es, al final, cuestión de control: de quién lo ejerce, quién lo sufre y cómo evitar que quien lo sufre se percate.

En El Salvador, donde el 70 % de la población alcanza apenas un nivel educativo promedio de séptimo grado y menos del 10 % accede a la educación universitaria, las condiciones para un control social del efectivo están más que servidas.

La vida cotidiana de la persona común es tan apresurada, agobiante y problemática que rara vez permite pensar, reflexionar o recordar lo ocurrido hace apenas dos semanas. Siempre al límite. Vivimos en un tiempo subjetivo, un tiempo mediático, una rutina diaria marcada por los grandes hitos de los hechos noticiosos.

Hablar de control es hablar de opinión pública. Y en nuestro país, la opinión pública es volátil, pero dócil y maleable. Transformada profundamente por las leyes del consumo mediático, gobernada por el marketing, por lo que rara vez se aparta de las pautas esperadas, desmemoriada por la acción adormecedora de los nuevos medios, las omnipresente redes sociales, que han venido a llenar el espacio de los medios tradicionales que están muriendo, las redes esas que llegan donde nunca antes había llegado ningún otro medio, que nos dan la ilusión ver la inmediata y la verdad de lo visible, reflejada en millares de cámaras, que ya forman parte de nuestra vida cotidiana. No solo informan: transforman nuestro estilo de vida, forman nuestras creencias y percepciones.

¿Son medios? , si yo creo que sí lo son y eso es lo preocupante que desde su banalidad e ignorancia, su inmediata y su falta de profundidad, moldean nuestra existencia. En un entorno donde un hecho apenas sobrevive al último meme que se genera antes de ser tragado por el olvido. Pero toda esa experiencia es moldeada, no es orgánica, es tan artificial como cualquier otro medio si sabes las reglas de cómo funciona el algoritmo.

Los medios son ahora verdaderos mediadores de nuestra vida. De esa vida mercancía, de esa vida rutinaria, de esa vida cosificada que se rige por los patrones de la sociedad de consumo que se nos vende, se nos oferta y que todos deseamos, mirando a través del escaparate.

La sociedad salvadoreña es una mercancía: sin derechos, sin memoria, sin capacidad crítica. Los pocos que aún podrían hacer crítica son descartados o asimilados por el sistema.

Lo más inquietante es ver a personas críticas y propositivas terminar, bajo la lógica política, convertidas en meros repetidores de consignas. Basta ver las redes sociales: decenas de líderes de opinión gritando sus verdades. Pero si observas sus mensajes, verás que son pocos los que realmente aportan algo nuevo o se atreven a cuestionar la realidad.

El colmo es ver a algunos escribiendo consignas sobre países lejanos y ajenos, como robots, mientras nuestro propio país, convulso y necesitado de voces nuevas, sigue esperando propuestas reales.

Tambores que hacen ruido, mucho ruido, pero de los cuales nunca vemos quién empuña la baqueta que los toca.

La sociedad salvadoreña es profundamente clasista, profundamente tradicionalista, refugiada en sus valores decimonónicos, siempre auto devorándose en su ignorancia. Es una máquina perfecta para la manipulación: indiferente, hastiada de la política, ya la vez profundamente política.

Pero de una política de figurín, de folleto, de cuento de hadas, donde todo se mide en colores y no en propuestas, donde las palabras han perdido su significado y se han vuelto caricaturas de sí mismas.

El Salvador es un caldo de cultivo de nuevas identidades, de nuevas maneras de vivir, de realidades contrastantes y de grandes problemas. Un país con clases políticas ajenas, que se venden como la panacea que los salvadoreños siempre necesitamos, funcionando en una coreografía pensada en agendas y por engagement y visionados, mientras la realidad de los de a pie no importa, mientras la pobreza crece y el medio ambiente se destruye sin que a nadie le importe. El horizonte de esa realidad es fugaz como si de publicidad habláramos no existe planificación a largo plazo. La reina es la coyuntura.

Un país que está hasta el cuello y, aún así, siempre es capaz de superar su propia barbarie.

Siempre hay algo que te mueve el corazón, aunque sea por un instante, antes de perderse en el olvido de un pueblo sin memoria.

Mientras las redes suenan moviendo la rueda de la realidad. Como todo en la vida quedan aún rebeldes, locos e iluminados que gritan contra el bramar de los nuevos medios, intentando que su voz sea escuchada. ¿Quién ganará la hegemonía del discurso?

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